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Máquinas
Máquinas

01/JUL/2021
01/JUL/2021

 

          Un semiólogo italiano del siglo XX, usando la magia de la literatura, hizo decir a un monje franciscano del siglo XIV cuando estaba instruyendo a un novicio benedictino: «…algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural…». El personaje no se equivocaba, ya hace mucho que estamos en ese tiempo en el que los artefactos domestican la realidad. De hecho, la historia de la humanidad se puede ver como un monótono progreso en la creación de máquinas, cada vez más sofisticadas, que han extendido nuestras capacidades hasta proporciones inimaginables. Hoy, esos artilugios nos permiten un dominio sustancial frente a las limitaciones que impone la naturaleza, y nos hacen la vida ostensiblemente mas fácil: hay muchos aparatos cuyo único objetivo es nuestra comodidad. Y, a veces, caímos en la ilusión del dominio completo, desbaratada aquí y allá cuando suceden desastres naturales

          La película 2001, una odisea del espacio —dirigida por Stanley Kubrick, con guion de Arthur C. Clarke, filmada entre 1965 y 1966 y estrenada dos años después—, proporciona dos ejemplos extremos de este asunto: por un lado, la máquina más simple que se puede concebir —aquel lejano hueso de tapir que, como herramienta de lucha, dota de ventaja a una comunidad de primates frente a sus competidores—; por otro lado, la ultrasofisticada nave espacial Discovery, controlada por el potente ordenador HAL 9000, que incorpora avances asombrosos —la hibernación, la sensorización extrema, la compleja toma de decisiones, las elaboradísimas formas de comunicación entre persona y ordenador—, pero que esconde el talón de Aquiles de una insuficiente evolución emocional. En una sugerente escena, el eufórico primate vencedor lanza el hueso al aire, que gira y se transforma en una nave espacial, en la elipsis más larga de la historia del cine. Es una gran película que permite sacar múltiples conclusiones; entre ellas, que en las empresas humanas no todo es puramente racional ni se puede medir con criterios técnicos, siempre hay una —a veces poderosa— componente emocional que no se debe ignorar.

          Esta dicotomía entre tecnología y emociones aparece con frecuencia en obras recientes de ciencia-ficción. Quizás en el futuro se desarrolle algún tipo de humanos sintéticos (que en la literatura también se han llamado androides, tecnohumanos, replicantes, etc.); esa posibilidad ha llenado de preguntas las mentes de escritores y guionistas de los últimos setenta años. Si suponemos que existirán esos seres, ¿cuál será su situación en la sociedad?, ¿serán nuestros esclavos?, ¿disfrutarán de algún tipo de derechos?, ¿se rebelarán contra nosotros? Desde el punto de vista psicológico, ¿tendrán emociones?, ¿y conciencia?, ¿qué les preocupará?, ¿llegarán a ser más inteligentes que sus creadores?

          Algunas respuestas a estas preguntas se desprenden del libro Estimades màquines, escrito por Carme Torras —nuestra compañera investigadora en robótica en el IRI— y publicado hace pocos meses por Males Herbes. Es un volumen de relatos cortos, contiene diez cuentos agrupados bajo tres epígrafes: màquines d’avui, màquines d’ahir, màquines de demà. Cada relato es una instantánea —a veces prolongada— adornada con las ideas que dispara esa imagen en la cabeza de la escritora, y que transmite a la persona que lee. Su lectura completa, es decir, tomando conciencia de los distintos niveles de significado entrelazados en el texto, exige una cierta atención: no porque contengan material técnico dificultoso, nada de eso —la mayoría son situaciones habituales—, sino porque la escritora deja escondidas, aquí y allá, pequeñas “perlas” emocionales que conviene no perderse, son imprescindibles para saborear esas narraciones en plenitud.

          Y así, asistimos a un variado abanico de escenas cotidianas en donde las máquinas tienen una presencia significativa de forma natural. Algunos de los temas son: el funicular de Vallvidrera (una deliciosa historia entre un abuelo bastante mayor y su nieto ya adulto), el mundo de los juegos de ordenador (tras una magnífica cita de Ramon Margalef), la alianza entre los veteranos de un equipo de baloncesto, las leyes de la robótica de Isaac Asimov, las arrítmias y los marcapasos (con una muy esclarecedora cita de Kierkegaard)... En este libro, las citas valen casi tanto como el texto. La autora, que da muestras inequívocas de su enorme cultura (no solamente académica sobre hechos y textos pasados, sino también sobre temas actuales, con referencias a enlaces web), nos deja unas situaciones imaginadas que bien han podido ser realidad o que pueden convertirse en realidad. Nos ilustran sobre ese mundo actual e inesperado de las máquinas, esos aparatos sin voz —aunque hagan ruido— cuya presencia se nos ha hecho imprescindible. No resulta descabellado preguntarse, como ya lo han hecho muchos, si en algún momento reclamarán un mayor protagonismo.

          No quiero dejar estas líneas sin mencionar dos narraciones de esa obra. Una —en la mejor tradición del cuento fantástico— recrea una idea ya rozada por Jules Verne, pero con un sentido nuevo y original: un reloj maravilloso, con unas propiedades casi mágicas, que dota a su poseedor de unas capacidades increíbles. Su dueño es un niño que, naturalmente, saca ventaja de esa situación. La otra es la última narración del libro, que ya es por sí fantástica, y hasta donde yo sé, plantea un tema inédito. Sin desvelar el desenlace, diré que el protagonista comienza a sentir que su corazón se acelera o enlentece de forma caprichosa. Tras una peregrinación de médicos, consigue entender.

          Por alguna razón que desconozco, después del estupendo libro de Carme Torras he vuelto a El principito, de Antoine de Saint-Exupéry. En ese librito aparecen cuatro máquinas: el avión averiado del protagonista, el farol (en el planeta pequeñito, en donde el farolero lo enciende y apaga constantemente, siguiendo el ritmo incesante de ocasos y amaneceres), los trenes a los que da paso el guardagujas y el pozo, con una máquina elemental para sacar agua (compuesta por una polea, un cubo y una cuerda). Las tres primeras máquinas son puramente instrumentales, pero no sucede así con la del pozo. Pongo en antecedentes a la persona lectora: el protagonista es un aviador que ha sufrido un accidente en el desierto del Sahara e intenta reparar su avión; ya ha cumplido su octavo día y ha agotado su reserva de agua; camina toda la noche en busca del líquido elemento, llevando en brazos al principito dormido; por fin encuentra un pozo y le da de beber. No me resisto a copiar unas delicadas líneas:

«Levanté el cubo a la altura de sus labios y él bebió con los ojos cerrados. El espectáculo era bello como un día de fiesta. Aquella agua era más que un alimento. Había brotado de la marcha bajo las estrellas; del canto de la polea, del esfuerzo de mis brazos. Era buena para el corazón, era como un regalo…»

          Aunque lo he leído varias veces, ese librito me sigue arrancando chispas del corazón. Lo dejo por ahora, he de concluir. Al repasar lo escrito, me doy cuenta que he comentado tres obras, cuando solo quería expresarme sobre una. Esta revelación inesperada, ¿esconde alguna predilección mía por el número tres? No lo sé. El monje franciscano del siglo XIV sí que tenía preferencia por la forma ternaria, quizás eso se ha colado en mi texto. O tal vez sea simplemente una muestra más de que, como dice Carme en el idioma del semiólogo, la vita è terna.

          Un semiólogo italiano del siglo XX, usando la magia de la literatura, hizo decir a un monje franciscano del siglo XIV cuando estaba instruyendo a un novicio benedictino: «…algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural…». El personaje no se equivocaba, ya hace mucho que estamos en ese tiempo en el que los artefactos domestican la realidad. De hecho, la historia de la humanidad se puede ver como un monótono progreso en la creación de máquinas, cada vez más sofisticadas, que han extendido nuestras capacidades hasta proporciones inimaginables. Hoy, esos artilugios nos permiten un dominio sustancial frente a las limitaciones que impone la naturaleza, y nos hacen la vida ostensiblemente mas fácil: hay muchos aparatos cuyo único objetivo es nuestra comodidad. Y, a veces, caímos en la ilusión del dominio completo, desbaratada aquí y allá cuando suceden desastres naturales

          La película 2001, una odisea del espacio —dirigida por Stanley Kubrick, con guion de Arthur C. Clarke, filmada entre 1965 y 1966 y estrenada dos años después—, proporciona dos ejemplos extremos de este asunto: por un lado, la máquina más simple que se puede concebir —aquel lejano hueso de tapir que, como herramienta de lucha, dota de ventaja a una comunidad de primates frente a sus competidores—; por otro lado, la ultrasofisticada nave espacial Discovery, controlada por el potente ordenador HAL 9000, que incorpora avances asombrosos —la hibernación, la sensorización extrema, la compleja toma de decisiones, las elaboradísimas formas de comunicación entre persona y ordenador—, pero que esconde el talón de Aquiles de una insuficiente evolución emocional. En una sugerente escena, el eufórico primate vencedor lanza el hueso al aire, que gira y se transforma en una nave espacial, en la elipsis más larga de la historia del cine. Es una gran película que permite sacar múltiples conclusiones; entre ellas, que en las empresas humanas no todo es puramente racional ni se puede medir con criterios técnicos, siempre hay una —a veces poderosa— componente emocional que no se debe ignorar.

          Esta dicotomía entre tecnología y emociones aparece con frecuencia en obras recientes de ciencia-ficción. Quizás en el futuro se desarrolle algún tipo de humanos sintéticos (que en la literatura también se han llamado androides, tecnohumanos, replicantes, etc.); esa posibilidad ha llenado de preguntas las mentes de escritores y guionistas de los últimos setenta años. Si suponemos que existirán esos seres, ¿cuál será su situación en la sociedad?, ¿serán nuestros esclavos?, ¿disfrutarán de algún tipo de derechos?, ¿se rebelarán contra nosotros? Desde el punto de vista psicológico, ¿tendrán emociones?, ¿y conciencia?, ¿qué les preocupará?, ¿llegarán a ser más inteligentes que sus creadores?

          Algunas respuestas a estas preguntas se desprenden del libro Estimades màquines, escrito por Carme Torras —nuestra compañera investigadora en robótica en el IRI— y publicado hace pocos meses por Males Herbes. Es un volumen de relatos cortos, contiene diez cuentos agrupados bajo tres epígrafes: màquines d’avui, màquines d’ahir, màquines de demà. Cada relato es una instantánea —a veces prolongada— adornada con las ideas que dispara esa imagen en la cabeza de la escritora, y que transmite a la persona que lee. Su lectura completa, es decir, tomando conciencia de los distintos niveles de significado entrelazados en el texto, exige una cierta atención: no porque contengan material técnico dificultoso, nada de eso —la mayoría son situaciones habituales—, sino porque la escritora deja escondidas, aquí y allá, pequeñas “perlas” emocionales que conviene no perderse, son imprescindibles para saborear esas narraciones en plenitud.

          Y así, asistimos a un variado abanico de escenas cotidianas en donde las máquinas tienen una presencia significativa de forma natural. Algunos de los temas son: el funicular de Vallvidrera (una deliciosa historia entre un abuelo bastante mayor y su nieto ya adulto), el mundo de los juegos de ordenador (tras una magnífica cita de Ramon Margalef), la alianza entre los veteranos de un equipo de baloncesto, las leyes de la robótica de Isaac Asimov, las arrítmias y los marcapasos (con una muy esclarecedora cita de Kierkegaard)... En este libro, las citas valen casi tanto como el texto. La autora, que da muestras inequívocas de su enorme cultura (no solamente académica sobre hechos y textos pasados, sino también sobre temas actuales, con referencias a enlaces web), nos deja unas situaciones imaginadas que bien han podido ser realidad o que pueden convertirse en realidad. Nos ilustran sobre ese mundo actual e inesperado de las máquinas, esos aparatos sin voz —aunque hagan ruido— cuya presencia se nos ha hecho imprescindible. No resulta descabellado preguntarse, como ya lo han hecho muchos, si en algún momento reclamarán un mayor protagonismo.

          No quiero dejar estas líneas sin mencionar dos narraciones de esa obra. Una —en la mejor tradición del cuento fantástico— recrea una idea ya rozada por Jules Verne, pero con un sentido nuevo y original: un reloj maravilloso, con unas propiedades casi mágicas, que dota a su poseedor de unas capacidades increíbles. Su dueño es un niño que, naturalmente, saca ventaja de esa situación. La otra es la última narración del libro, que ya es por sí fantástica, y hasta donde yo sé, plantea un tema inédito. Sin desvelar el desenlace, diré que el protagonista comienza a sentir que su corazón se acelera o enlentece de forma caprichosa. Tras una peregrinación de médicos, consigue entender.

          Por alguna razón que desconozco, después del estupendo libro de Carme Torras he vuelto a El principito, de Antoine de Saint-Exupéry. En ese librito aparecen cuatro máquinas: el avión averiado del protagonista, el farol (en el planeta pequeñito, en donde el farolero lo enciende y apaga constantemente, siguiendo el ritmo incesante de ocasos y amaneceres), los trenes a los que da paso el guardagujas y el pozo, con una máquina elemental para sacar agua (compuesta por una polea, un cubo y una cuerda). Las tres primeras máquinas son puramente instrumentales, pero no sucede así con la del pozo. Pongo en antecedentes a la persona lectora: el protagonista es un aviador que ha sufrido un accidente en el desierto del Sahara e intenta reparar su avión; ya ha cumplido su octavo día y ha agotado su reserva de agua; camina toda la noche en busca del líquido elemento, llevando en brazos al principito dormido; por fin encuentra un pozo y le da de beber. No me resisto a copiar unas delicadas líneas:

«Levanté el cubo a la altura de sus labios y él bebió con los ojos cerrados. El espectáculo era bello como un día de fiesta. Aquella agua era más que un alimento. Había brotado de la marcha bajo las estrellas; del canto de la polea, del esfuerzo de mis brazos. Era buena para el corazón, era como un regalo…»

          Aunque lo he leído varias veces, ese librito me sigue arrancando chispas del corazón. Lo dejo por ahora, he de concluir. Al repasar lo escrito, me doy cuenta que he comentado tres obras, cuando solo quería expresarme sobre una. Esta revelación inesperada, ¿esconde alguna predilección mía por el número tres? No lo sé. El monje franciscano del siglo XIV sí que tenía preferencia por la forma ternaria, quizás eso se ha colado en mi texto. O tal vez sea simplemente una muestra más de que, como dice Carme en el idioma del semiólogo, la vita è terna.

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