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Un verdor terrible
Un verdor terrible

01/OCT/2021
01/OCT/2021

 

La física, a principios del siglo XX, vivió un “periodo extraordinario”: un tiempo de descubrimientos que revolucionaron las concepciones científicas de la época (algunas se venían arrastrando desde siglos atrás). La relatividad y la mecánica cuántica fueron dos teorías —la primera formulada por un solo hombre, la segunda construida por un conjunto de personas— trascendentales, que pusieron “patas arriba” a la ciencia de aquel tiempo. Al principio muchos las consideraron como “saberes inútiles”. Pero pronto dejaron una impronta profunda en todo el desarrollo científico posterior (no solo en física, también en química, en matemáticas…). Hoy, a más de un siglo de aquellos avances, su impacto en la ciencia y la tecnología es incuestionable. Sin ir más lejos, muchas funcionalidades de nuestros teléfonos móviles serían impensables sin esas dos teorías.

Precisamente por su singularidad, estos hechos podrían haber servido de armazón y fundamento a muchas obras literarias. Sin embargo, no ha sucedido así: la ciencia no ha sido un tema del gusto mayoritario de los narradores. Por eso es notable que el chileno Benjamin Labatut haya dejado de lado la tradicional distancia que media entre ciencia y literatura para publicar Un verdor terrible, un libro de relatos sobre la ciencia y los científicos de finales del siglo XIX y buena parte del XX.  La historia más larga del libro, Cuando dejamos de entender el mundo, está centrada en el desarrollo de la mecánica cuántica en la década de los años veinte del siglo pasado, y en las contribuciones y discusiones entre Schrödinger y Heisenberg, bajo la mirada del patriarca Niels Bohr desde su atalaya de Copenhague.  El año 1925 fue crucial en el avance de los formalismos para dar soporte a la nueva teoría. En la isla de Heligoland, Heisenberg dedicó el verano a completar su mecánica de matrices; por otro lado, Schrödinger pasó las vacaciones de Navidad en los Alpes suizos —que solía frecuentar por su rebrote de tuberculosis—, donde, tras un encuentro amoroso, encontró la ecuación que lleva su nombre.

Estos adelantos se presentaron en Múnich al año siguiente. La narración también tiene un príncipe, Louis de Broglie, que había presentado su tesis doctoral un año antes, sobre la dualidad onda-partícula (además, el texto sugiere una homosexualidad subterránea, enamorado de su amigo el pintor suicida Vasek).  El genial Einstein se pasea por el relato, mostrando su desconfianza hacia la interpretación probabilística de la nueva teoría. En el libro también aparecen Max Planck, Paul Dirac y Wolfgang Pauli. Todos los citados recibieron el premio Nobel de Física por aquellos años: Planck en 1918, Einstein en 1921, Bohr en 1922, de Broglie en 1929, Heisenberg en 1932, Schrödinger y Dirac en 1933, Pauli en 1945. Se cuenta que en la quinta conferencia Solvay (Bruselas, 1927), en una discusión con Bohr, Einstein exclamó: «¡Dios no juega a los dados con el universo!», a lo que el danés replicó: «Einstein, deje de decirle a Dios lo que debe hacer». Y unos años después, en 1935, Schrödinger concibió la popular paradoja del gato que lleva su nombre, un experimento mental para visualizar la superposición cuántica.

Este elenco de grandes mentes se dividió entre los que aceptaban la interpretación probabilística —también conocida como ortodoxa, o de Copenhague— de la mecánica cuántica, y los que propugnaban una interpretación determinista.  Entre los primeros se encontraban Bohr, Heisenberg y Dirac. Entre los segundos, Einstein, Schrödinger y, años después, de Broglie.

En la actualidad, la primera es la comúnmente aceptada y enseñada. Y el título del relato recuerda las palabras que, muchos años después y con un punto de provocación, pronunció el Nobel e irreverente Richard Feynman: «Creo que puedo decir con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica».

El libro contiene tres relatos más. El primero, Azul de Prusia, cuenta la historia de la síntesis química de ese pigmento, de su relación con el cianuro y se adentra en los suicidas que lo utilizaron, desde el nazi Göring en Núremberg hasta Alan Turing. Continua en la línea venenosa con el arsénico —y su papel en la muerte de Napoleón—, se ocupa del gas mostaza y del tristemente famoso Zyklon B. Concluye con una hipotética explosión vegetal (y el título de toda la obra proviene de la última frase de este relato). El segundo, La singularidad de Schwarzschild, se centra en ese teniente del ejército alemán de la Primera Guerra Mundial de nombre enrevesado, que fue el primero en encontrar soluciones exactas a las ecuaciones de la Teoría de la Relatividad General, formulada por Einstein en 1915 (en plena contienda). Poco tiempo después el teniente enfermó y, desahuciado, continuó trabajando en esa singularidad, vislumbrando lo que hoy se conoce como agujeros negros. El tercer relato, El corazón del corazón, considera dos grandes —para muchos inalcanzables y también incomprensibles— matemáticos de los siglos XX y XXI: el europeo Grothendieck y el asiático Mochizuki. El primero ha muerto, pero el segundo tiene 52 años y está en plena producción; su extraordinaria y larguísima demostración de la conjetura abc en teoría de números —que le ha valido estar presente en el relato de Labatut— ha sido rechazada por matemáticos expertos por contener errores. Por tanto, una de las historias del libro, catalogado por el autor como «obra de ficción basada en hechos reales», puede tener continuidad en el mundo concreto futuro.

El texto concluye con un epílogo, en donde el narrador diserta con un jardinero nocturno sobre vegetación y árboles singulares, sobre venenos y suicidas, sobre matemáticas y mecánica cuántica. De esta forma, el epílogo cose y cierra el libro. La acción transcurre en Chile —con alusiones a Pinochet y a la cordillera de los Andes—, mientras que los relatos, anclados por la fidelidad histórica, suceden principalmente en Europa.

Esta ficción contiene algunas virtudes. Además de las vicisitudes del relato, el texto trabaja pasiones científicas como el principal impulso de muchos personajes, que están arrebatados por conocer más y hacer ciencia nueva. Tan intensas como otras pulsiones humanas, su influencia orienta de forma definitiva la vida de sus dueños, y el escritor las transmite de forma efectiva a la persona que lee. Por otro lado, un libro se construye siempre a partir de otros libros, y el autor tiene el detalle de mencionar sus fuentes. Proporciona más de una docena de referencias para quien quiera continuar buceando en historias de ciencia en el contexto del siglo XX.

La física, a principios del siglo XX, vivió un “periodo extraordinario”: un tiempo de descubrimientos que revolucionaron las concepciones científicas de la época (algunas se venían arrastrando desde siglos atrás). La relatividad y la mecánica cuántica fueron dos teorías —la primera formulada por un solo hombre, la segunda construida por un conjunto de personas— trascendentales, que pusieron “patas arriba” a la ciencia de aquel tiempo. Al principio muchos las consideraron como “saberes inútiles”. Pero pronto dejaron una impronta profunda en todo el desarrollo científico posterior (no solo en física, también en química, en matemáticas…). Hoy, a más de un siglo de aquellos avances, su impacto en la ciencia y la tecnología es incuestionable. Sin ir más lejos, muchas funcionalidades de nuestros teléfonos móviles serían impensables sin esas dos teorías.

Precisamente por su singularidad, estos hechos podrían haber servido de armazón y fundamento a muchas obras literarias. Sin embargo, no ha sucedido así: la ciencia no ha sido un tema del gusto mayoritario de los narradores. Por eso es notable que el chileno Benjamin Labatut haya dejado de lado la tradicional distancia que media entre ciencia y literatura para publicar Un verdor terrible, un libro de relatos sobre la ciencia y los científicos de finales del siglo XIX y buena parte del XX.  La historia más larga del libro, Cuando dejamos de entender el mundo, está centrada en el desarrollo de la mecánica cuántica en la década de los años veinte del siglo pasado, y en las contribuciones y discusiones entre Schrödinger y Heisenberg, bajo la mirada del patriarca Niels Bohr desde su atalaya de Copenhague.  El año 1925 fue crucial en el avance de los formalismos para dar soporte a la nueva teoría. En la isla de Heligoland, Heisenberg dedicó el verano a completar su mecánica de matrices; por otro lado, Schrödinger pasó las vacaciones de Navidad en los Alpes suizos —que solía frecuentar por su rebrote de tuberculosis—, donde, tras un encuentro amoroso, encontró la ecuación que lleva su nombre.

Estos adelantos se presentaron en Múnich al año siguiente. La narración también tiene un príncipe, Louis de Broglie, que había presentado su tesis doctoral un año antes, sobre la dualidad onda-partícula (además, el texto sugiere una homosexualidad subterránea, enamorado de su amigo el pintor suicida Vasek).  El genial Einstein se pasea por el relato, mostrando su desconfianza hacia la interpretación probabilística de la nueva teoría. En el libro también aparecen Max Planck, Paul Dirac y Wolfgang Pauli. Todos los citados recibieron el premio Nobel de Física por aquellos años: Planck en 1918, Einstein en 1921, Bohr en 1922, de Broglie en 1929, Heisenberg en 1932, Schrödinger y Dirac en 1933, Pauli en 1945. Se cuenta que en la quinta conferencia Solvay (Bruselas, 1927), en una discusión con Bohr, Einstein exclamó: «¡Dios no juega a los dados con el universo!», a lo que el danés replicó: «Einstein, deje de decirle a Dios lo que debe hacer». Y unos años después, en 1935, Schrödinger concibió la popular paradoja del gato que lleva su nombre, un experimento mental para visualizar la superposición cuántica.

Este elenco de grandes mentes se dividió entre los que aceptaban la interpretación probabilística —también conocida como ortodoxa, o de Copenhague— de la mecánica cuántica, y los que propugnaban una interpretación determinista.  Entre los primeros se encontraban Bohr, Heisenberg y Dirac. Entre los segundos, Einstein, Schrödinger y, años después, de Broglie.

En la actualidad, la primera es la comúnmente aceptada y enseñada. Y el título del relato recuerda las palabras que, muchos años después y con un punto de provocación, pronunció el Nobel e irreverente Richard Feynman: «Creo que puedo decir con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica».

El libro contiene tres relatos más. El primero, Azul de Prusia, cuenta la historia de la síntesis química de ese pigmento, de su relación con el cianuro y se adentra en los suicidas que lo utilizaron, desde el nazi Göring en Núremberg hasta Alan Turing. Continua en la línea venenosa con el arsénico —y su papel en la muerte de Napoleón—, se ocupa del gas mostaza y del tristemente famoso Zyklon B. Concluye con una hipotética explosión vegetal (y el título de toda la obra proviene de la última frase de este relato). El segundo, La singularidad de Schwarzschild, se centra en ese teniente del ejército alemán de la Primera Guerra Mundial de nombre enrevesado, que fue el primero en encontrar soluciones exactas a las ecuaciones de la Teoría de la Relatividad General, formulada por Einstein en 1915 (en plena contienda). Poco tiempo después el teniente enfermó y, desahuciado, continuó trabajando en esa singularidad, vislumbrando lo que hoy se conoce como agujeros negros. El tercer relato, El corazón del corazón, considera dos grandes —para muchos inalcanzables y también incomprensibles— matemáticos de los siglos XX y XXI: el europeo Grothendieck y el asiático Mochizuki. El primero ha muerto, pero el segundo tiene 52 años y está en plena producción; su extraordinaria y larguísima demostración de la conjetura abc en teoría de números —que le ha valido estar presente en el relato de Labatut— ha sido rechazada por matemáticos expertos por contener errores. Por tanto, una de las historias del libro, catalogado por el autor como «obra de ficción basada en hechos reales», puede tener continuidad en el mundo concreto futuro.

El texto concluye con un epílogo, en donde el narrador diserta con un jardinero nocturno sobre vegetación y árboles singulares, sobre venenos y suicidas, sobre matemáticas y mecánica cuántica. De esta forma, el epílogo cose y cierra el libro. La acción transcurre en Chile —con alusiones a Pinochet y a la cordillera de los Andes—, mientras que los relatos, anclados por la fidelidad histórica, suceden principalmente en Europa.

Esta ficción contiene algunas virtudes. Además de las vicisitudes del relato, el texto trabaja pasiones científicas como el principal impulso de muchos personajes, que están arrebatados por conocer más y hacer ciencia nueva. Tan intensas como otras pulsiones humanas, su influencia orienta de forma definitiva la vida de sus dueños, y el escritor las transmite de forma efectiva a la persona que lee. Por otro lado, un libro se construye siempre a partir de otros libros, y el autor tiene el detalle de mencionar sus fuentes. Proporciona más de una docena de referencias para quien quiera continuar buceando en historias de ciencia en el contexto del siglo XX.

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